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UNA CORISTA
ANTON P. CHEJOV
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UNA CORISTA
En cierta ocasión, cuando era más joven y her-
mosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta
baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich
Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no
se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, ha-
bía tomado una botella de mal vino del Rin y se
sentía de mal humor y destemplado. Estaban abu-
rridos y esperaban que el calor cediese para s ir a dar
un paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la
puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapati-
llas, se puso en pie y miró interrogativamente a
Pasha.
-Será el cartero, o una amiga -dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le vie-
sen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si
acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación veci-
na. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no
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ANTON P. CHEJOV
era el cartero ni una amiga, sino una mujer desco-
nocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar
por las apariencias, pertenecía a la clase de las de-
centes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigo-
samente, como si acabase de subir una alta escalera.
-¿Qué desea? -preguntó Pasha.
La señora no contestó. Dio un paso adelante,
miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansa-
da o indispuesta. Luego movió un largo rato sus
pálidos labios, tratando de decir algo.
-¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, le-
vantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los pár-
pados enrojecidos por el llanto.
-¿Qué marido? -murmuró Pasha, sintiendo que
del susto se le enfriaban los pies y las manos-. ¿Qué
marido? - repitió, empezando a temblar.
-Mi marido... Nikolai Petróvich Kolpakov.
-No... no, señora... Yo... no sé de quién me ha-
bla.
Hubo unos instantes de silencio. La desconoci-
da se pasó varías veces el pañuelo por los descolori-
dos labios y, para vencer el temor interno, contuvo
la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmó-
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UNA CORISTA
vil, como petrificada, y la miraba asustada y perple-
ja.
-¿Dice que no está aquí? - preguntó la señora, ya
con voz firme y una extraña sonrisa.
-Yo... no sé por quién pregunta.
-Usted es una miserable, una infame... - balbu-
ceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y
repugnancia -. Sí, sí... es una miserable. Celebro mu-
cho, muchísimo, que, por fin, se lo haya podido de-
cir.
Pasha comprendió que producía una impresión
pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos
coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza
de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz
picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al
peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pin-
tar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era
una mujer decente; entonces no le habría producido
tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella
señora desconocida y misteriosa.
-¿Dónde está mi marido? -prosiguió la señora-
Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo de-
más, debo decirle que se ha descubierto un desfalco
y que están buscando a Nikolai Petróvich... Lo quie-
ren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!
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