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Charles Dickens
DAVID COPPERFIELD
ÍNDICE
Pagina
PREFACIO
2
PRIMERA PARTE
I.
Nazco
3
II.
Observo
10
III.
Un cambio
19
IV.
Caigo en desgracia
29
V.
Me alejan del hogar
41
VI.
Ensancho mi círculo de amistades
52
VII.
Mi primer semestre en Salem House
57
VIII.
Mis vacaciones, y en especial una tarde dichosa.
68
IX.
Un cumpleaños memorable
77
X.
Empiezan descuidándome, y luego me colocan.
84
XI.
Empiezo a vivir por mi cuenta, y no me gusta.
96
XII.
Cómo el vivir por mi cuenta no me gusta y tomo una gran resolución
105
XIII.
El resultado de mi resolución
111
XIV.
Lo que mi tía decide respecto a mí
123
XV.
Vuelvo a empezar
133
XVI.
Cambio en más de un sentido
138
XVII.
Alguien que reaparece
151
XVIII.
Mirada retrospectiva
162
XIX.
Miro a mi alrededor y hago un descubrimiento.
167
XX.
La casa de Steerforth
177
SEGUNDA PARTE.
I.
La pequeña Emily
182
II.
Lugares antiguos y gente nueva
194
III.
Corroboro la opinión de míster Dick y me decido por una profesión
208
IV.
Mi primer exceso
217
V.
El ángel bueno y el ángel malo
223
VI.
Caigo cautivo
235
VII.
Tommy Traddles
244
VIII.
Míster Micawber lanza su guante
250
IX.
Veo de nuevo a Steerforth en su casa
263
X.
Una desgracia
267
XI.
Una pérdida mayor
272
XII.
El principio de un viaje largo
278
XIII.
Felicidad
290
XIV.
Mi tía me sorprende
301
XV.
Depresión
307
XVI.
Entusiasmo
320
XVII.
Un poco de agua fría
331
XVIII.
Disolución de sociedad
336
XIX.
Wickfield y Heep
347
XX.
El vagabundo
359
TERCERA PARTE
I.
Las tías de Dora
363
II.
Una desgracia
373
III.
Otra mirada retrospectiva
385
IV.
Nuestra casa
390
V.
Míster Dick cumple la profecía de mi tía
400
VI.
Inteligencia
410
VII.
Martha
418
VIII.
Suceso doméstico
424
IX.
Me veo envuelto en un misterio
431
X.
El sueño de míster Peggotty llega a realizarse
439
XI.
El principio de un viaje más largo
444
XII.
Asisto a una explosión
454
XIII.
Otra mirada retrospectiva
469
XIV.
Las operaciones de míst er Micawber
472
XV.
La tempestad
482
XVI.
La nueva y la antigua herida
488
XVII.
Los emigrantes
493
XVIII.
Ausencia
499
XIX.
Regreso
503
XX.
Agnes
514
XXI.
Voy a ver a dos interesantes presidiarios
519
XXII.
Una luz brilla en mi camino
527
XXIII.
Un visitante
532
XXIV.
Última mirada retrospectiva
537
PREFACIO
Difícilmente podré alejarme lo bastante de este libro, todavía en las primeras emociones
de haberlo terminado, para considerarlo con la frialdad que un encabezamiento así re-
quiere. Mi interés está en él tan reciente y tan fuerte y mis sentimientos tan divididos
entre la alegría y la pena (alegría por haber dado fin a mi tarea, pena por separarme de
tantos compañeros), que corro el riesgo de aburrir al lector, a quien ya quiero, con
confidencias personales y emociones íntimas.
Además, todo lo que pudiera decir sobre esta historia, con cualquier propósito, ya he
tratado de decirlo en ella.
Y quizá interesa poco al lector el saber la tristeza con que se abandona la pluma al
terminar una labor creadora de dos años, ni la emoción que siente el autor al enviar a ese
mundo sombrío parte de sí mismo, cuando algunas de las criaturas de su imaginación se
separan de él para siempre.
A pesar de todo, no tengo nada más que decir aquí, a menos de confesar (lo que sería
todavía menos apropiado) que estoy seguro de que a nadie, al leer esta historia, podrá
parecerle más real de lo que a mí me ha parecido al escribirla.
Por lo tanto, en lugar de mirar al pasado miraré al porve nir. No puedo cerrar estos
volúmenes de un modo más agradable para mí que lanzando una mirada llena de
esperanza hacia los tiempos en que vuelvan a publicarse mis dos hojas verdes mensuales,
y dedicando un pensamiento agradecido al sol y a la lluvia que hayan caído sobre estas
páginas de DAVID COPPERFIELD, haciéndome feliz.
Londres, octubre de 1850.
HISTORIA DE LA VIDA Y HECHOS
DE DAVID COPPERFIELD
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
NAZCO
Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas
páginas. Para empezar mi historia desde el principio, diré que nací (según me han dicho y
yo lo creo) un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el reloj empezó a
sonar y yo a gritar simultáneamente.
Teniendo en cuenta el día y la hora de nacimiento, la enfermera y algunas comadronas
del barrio (que tenían puesto un interés vital en mí bastantes meses antes de que pudiéra-
mos conocernos personalmente) declararon: primero, que estaba predestinado a ser
desgraciado en esta vida, y segundo, que gozaría del privilegio de ver fantasmas y espíri-
tus. Según ellas, estos dones eran inevitablemente otorgados a todo niño (de un sexo o de
otro) que tuviera la desgracia de nacer en viernes y a medianoche.
No hablaré ahora de la primera de las predicciones, pues esta historia demostrará si es
cierta o falsa. Respecto a la segunda, sólo haré constar que, a no ser que tuviera este don
en mi primera infancia, todavía lo estoy esperando. Y no es que me queje por haber sido
defraudado, pues si alguien está disfrutando de él por equivocación, le agradeceré que lo
conserve a su lado.
Nací envuelto en una membrana que se trató de vender, anunciándola en los periódicos,
al módico precio de quince guineas. No sé si los marineros en aquella época tendrían
poco dinero o si lo que tenían era poca fe y preferían cinturones de corcho; lo que sí sé es
que sólo se presentó un comprador, comerciante, que ofrecía por ella dos libras en plata y
el resto en jerez, negándose a pagar ni un céntimo más por la seguridad de no morir
ahogado. Como la adquisición de los vinos no interesaba a mi pobre madre, pues aca baba
de vender los suyos, desistió de la venta, después de retirar los anuncios, que tuvo que
pagar. Diez años más tarde mi membrana fue sacada a sorteo en nuestra aldea, al precio
de media corona la papeleta y con la condición de que el agraciado con ella pagaría
además cinco chelines. Yo estuve presente en el sorteo, y recuerdo que me sentía
humillado y confuso de que dispusieran así de una parte de mi persona. Le tocó a una
señora que llevaba un gran bolso de mano, del que sacó de muy mala gana los estipulados
cinco chelines, todos en medios peniques, y además dio un penique de menos, no
sirviendo de nada el tiempo que se perdió en explicaciones y demost raciones aritméticas,
pues no lograron convencerla de ello. Y es un hecho, que todos recuerdan como
sorprendente, que la señora no murió ahogada, sino triunfalmente en su lecho a los
noventa y dos años de edad.
Tengo entendido que dicha señora, mientras tomaba el té, que era su ocupación
favorita, solía vanagloriarse de no ha ber estado encima del agua mas que una vez en su
vida, y eso pasando un puente, y que se indignaba mucho contra los marinos y demás
personas que tienen el atrevimiento de va gabundear por esos mundos. En vano se le
demostraba que muchas cosas buenas (el té entre ellas) se disfrutaban gracias a aquellas
aficiones refutables. Ella replicaba cada vez con mayor energía y confianza en la fuerza
de su razona miento:
-No, no; nada de vagabundear.
Para no «vagabundear» yo tampoco, volveré al punto de mi nacimiento.
Nací en Bloonderstone, en Sooffolk, o « por ahí», como dicen en Escocia, y fui un niño
póstumo. Los ojos de mi padre se cerraron a la luz de este mundo seis meses antes de que
se abrieran los míos. Aún ahora supone algo extraño para mí el hecho de que nunca me
llegara a ver; y todavía más extraño es el oscuro recuerdo que conservo de mi primer
encuentro, siendo un niño, con la piedra blanca de su tumba en el cementerio; la
indefinib le compasión que sentía al recordarle allí tendido y solo en la noche oscura,
mientras nuestra salita estaba caliente a iluminada por el fuego y las velas, y las puertas
de la casa estaban cuidadosa y cruelmente (me parecía entonces) cerradas.
Una tía de mi padre y, por consiguiente, tía abuela mía, de quien hablaré más adelante,
era el magnate de nuestra familia: miss Trotwood, o miss Betsey, como mi pobre madre
la llamaba siempre cuando se atrevía a nombrar a aquel formidable personaje (lo que
ocurría muy rara vez). Mi tía se había casado con un hombre más joven que ella y muy
ele gante, aunque no en el sentido del dicho «es elegante lo que el elegante hace», pues se
sospechaba que pegaba a su mujer, y hasta llegó a contarse que una vez, discutiendo a
propósito de cuestiones económicas, estuvo a punto de tirarla por la ventana de un
segundo piso. Estas pruebas evidentes de incompatibilidad de caracteres indujeron a miss
Betsey a darle dinero para que se marchara y consintiera en una separación amistosa. Él
se marchó a la India con su capital, y allí, según una leyenda de familia, se le vio
montado en un elefante y acompañado de un Baboon, aunque yo creo que más bien sería
de un Baboo o de un Begum. Sea como fuere, diez años después, desde la India llegó a su
casa la noticia de su muerte. El efecto que esta noticia causó en mi tía nadie lo supo. A
raíz de la separación había vuelto a usar su nombre de soltera y, comprando una casita
muy alejada en la costa, se había establecido allí con su criada, como una solterona,
viviendo siempre recluida en un aislamiento inflexible.
Según creo, mi padre había sido el sobrino favorito de miss Betsey; pero mi tía se
ofendió mortalmente con su boda, bajo el pretexto de que mi madre era «una muñeca»,
pues, aunque no la había visto nunca, sabía que no tenía todavía veinte años. Miss Betsey
no quiso volver a ver a su so brino. Mi padre tenía el doble de edad que mi madre cuando
se casaron, y era de constitución delicada. Un año después de su boda, y, como ya he
dicho, seis meses antes de mi na cimiento, murió.
Tal era el estado de las cosas en la tarde de aquel memo rable (puede excusárseme el
llamarlo así) a importante viernes. No puedo vanagloriarme de haber sabido en aquella
época lo que estoy contando, ni de conservar ningún recuerdo (fundado en la evidencia
de mis propios sentidos) de lo que sigue.
Mi madre estaba sentada junto a la chimenea, mal de salud y muy abatida, y miraba el
fuego a través de sus lá grimas, pensando con tristeza en su propia vida y en el huerfanito
a quien sólo esperaba un mundo no muy contento de su llegada y algunos proféticos
paquetes de alfileres preparados de antemano en el cajón de una cómoda del primer piso.
Mi madre, repito, estaba sentada al lado del fuego, en una tarde clara y fría de marzo,
muy triste y deprimida, y temerosa de no salir con vida de la prueba que le esperaba,
cuando, levantando sus ojos para enjugarlos, vio por la ventana a una señora desconocida
que entraba en el jardín.
La segunda vez que la miró mi madre tuvo la certeza de que aquella señora era miss
Betsey. Los rayos del sol po niente iluminaban a la desconocida junto a la verja, y esta
tenía un paso tan firme, un aire tan decidido, que no podía ser otra.
Cuando estuvo delante de la casa dio otra prueba mayor de su identidad. Mi padre había
contado a menudo que la conducta de mi tía nunca era semejante a la del resto de los
mortales; y, en efecto, aquella señora, en lugar de dirigirse a la puerta y llamar a la
campanilla, se detuvo de lante de la ventana y se puso a mirar por ella, apretando tanto la
nariz contra el cristal que mi madre solía decirme que se le había puesto en un momento
completamente blanca y aplastada.
Esta aparición impresionó de tal modo a mi madre que yo siempre he estado
convencido de que es a miss Betsey a quien tengo que agradecer el haber nacido en
viernes.
Mi madre se levantó precipitadamente y fue a esconderse en un rincón detrás de una
silla. Miss Betsey recorrió lentamente la habitación con su mirada, de un modo
inquisitivo y moviendo los ojos como los de las cabezas de sarracenos que hay en los
relojes de Dutch. Por fin encontró a mi madre y entonces, frunciendo las cejas como
quien está acostumbrada a ser obedecida, le hizo señas para que saliera a abrir la puerta.
Mi madre obedeció.
-¿La viuda de David Copperfield, supongo? -dijo miss Betsey con énfasis, apoyándose
en la última palabra, sin duda para hacer comprender que lo suponía al ver a mi ma dre de
luto riguroso y en aquel estado.
-Sí, señora -respondió débilmente mi madre.
-Miss Trotwood -dijo la visitante-. ¿Supongo que habrá oído usted hablar de ella?
Mi madre contestó que había tenido ese gusto, pero tuvo consciencia de que, a pesar
suyo, demostraba que el gusto no había sido muy grande.
-Pues aquí la tiene usted ---dijo miss Betsey.
Mi madre, con una inclinación de cabeza, le rogó que pasara, y se dirigieron a la
habitación que acababa de dejar. Desde la muerte de mi padre no habían vuelto a
encender fuego en la sala.
Se sentaron. Miss Betsey guardaba silencio, y mi madre, después de vanos esfuerzos
para contenerse, prorrumpió en llanto.
-¡Vamos, vamos! -dijo mi tía precipitadamente, Nada de llorar; ¡venga!, ¡venga!
Mi madre siguió sollozando hasta quedarse sin lágrimas.
-Vamos, niña, quítese usted la cofia -dijo miss Be tsey-, que quiero verla bien.
Mi madre estaba demasiado asustada para negarse a la extravagante petición aunque no
tenía ninguna gana. Con todo, hizo lo que le decían; pero sus manos temblaban de tal
modo que se enredaron en sus cabellos (abundantes y magníficos), esparciéndose
alrededor de su rostro.
-Pero ¡Dios mío! --exclamó miss Betsey-. ¡Si es us ted una niña!
Indudablemente, mi madre parecía todavía más joven de lo que era, y la pobre bajó la
cabeza como si fuera culpa suya y murmuró entre sus lágrimas que lo que de verdad
temía era ser demasiado niña para verse ya viuda y madre, si es que vivía.
Hubo una corta pausa, durante la cual a mi madre le pareció sentir que miss Betsey
acariciaba sus cabellos con dulzura; pero, al levantar la cabeza y mirarla con aquella
tímida esperanza, vio que continuaba sentada y rígida ante la estufa, con la falda un poco
remangada, los pies en el guardafuegos y las manos cruzadas sobre las rodillas.
-En nombre de Dios --dijo de pronto mi tía-, ¿por qué llamarla Rookery?
-¿Se refiere usted a la casa? -preguntó mi madre.
-¿Por qué Rookery? - insistió miss Betsey-. Si cualquiera de los dos hubierais tenido un
poco de sentido práctico la habríais llamado Cookery.
-Es el nombre que eligió míster Copperfield -respondió mi madre-. Cuando compró la
casa le gustaba pensar que habría cuervos en sus alrededores.
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